Me gusta observar la biblioteca cuando está a pleno rendimiento. Ayer la infantil estaba llena de adultos, una estampa cuando menos curiosa, todos sentaditos en unas sillas diminutas, en círculo, alrededor de mi compañera Aiala. Al parecer la actividad de lectura que habíamos preparado no estaba funcionando del todo bien: algunos niños venían obligados mientras otros se habían quedado sin plaza. Aiala estaba hablando con los padres para explicarles que necesitábamos el tiempo y la atención que les dedicamos a sus hijos para dárselo a otros que lo aprecien más.
En el mostrador una señora no disimulaba su alegría cuando Inma le sugería unos cuantos libros que probablemente les gustarían “a ella y a sus amigas” mientras, cómplice, le apuntaba que no había ningún problema si se retrasaba con la lectura. Era la misma usuaria a la que por la mañana no conseguí recomendar ningún libro apropiado y aconsejé volver por la tarde; usuaria que engrosará el club del «¿No está la chica?» con el que saludan las intrépidas que se acercan por las mañanas. ¡Qué pena no haber grabado la retranca del “Adiós majo” que me dedicó mientras Inma miraba para otro lado para esquivar la carcajada!
La biblioteca es un espacio en el que se producen muchas intersecciones de intereses. A veces hay que quitar para poder dar, reconocer que no se sabe mientras se intenta ayudar; no todos tenemos las mismas destrezas y es necesario buscar un equilibrio, delegar y confiar en el compañero, hacer y dejar hacer para poder construir esa zona de confort que desean los usuarios y que nosotros necesitamos para poder ofrecer nuestros servicios. Me siento cómodo en la biblioteca porque tengo unos compañeros generosos; para proteger mi zona de confort dejan al perro del hortelano que llevamos dentro a la entrada…junto al mío. Y esa sensación de estar a gusto se transmite; es uno de los intangibles que no podemos medir pero sí valorar.
También me siento cómodo en este blog pero eso, viendo la tropa que me acompaña, no tiene mucho mérito 😉