C es mi alcalde, necesita bajar gasto y no tiene tiempo para hilar fino. Supongo que cuando tienes que gestionar unos cuantos millones de euros y necesitas aplicar la tijera lo más cómodo es la tabla rasa; se establece la regla del x % para todo hijo de vecino y a otra cosa, que el día a día no da tregua. De nada sirve explicar que no es lo mismo quitar ese porcentaje sobre 1.000 que sobre 100, que quien dispone de un presupuesto de subsistencia se queda sin margen de maniobra; que cuando la población carece de recursos se refugia en la biblioteca por su ocio barato y de calidad. Nada. Tampoco funciona esgrimir estadísticas de todo lo que prestamos, de todas las personas que atendemos. En fin, café para todos.
El otro día estuve de charla con C (ventajas de ser de pueblo). Estábamos reunidos varios técnicos menores (de cultura, para entendernos) analizando distendidamente la estrategia de comunicación municipal. Aunque no tocaba, todas nuestras reflexiones conducían al gasto, al presupuesto, a la austeridad. En esas, sugerí a una compañera que suprimiese una actividad de gasto desproporcionado a la que la bonanza económica había dejado sin implicación ciudadana:
-«Si ni pagando encuentras quién se implique yo recortaría por ahí» solté.
– “No, hay que mantenerlo, que por no oir a los vecinos…” fue el veredicto de C.
Y entonces descubrí que llevo años equivocando la estrategia. Tantos tiempo entendiendo la biblioteca como servicio público por y para la ciudadanía no me había dejado ver que estaba leyendo mal el contexto. La administración no persigue el bien público sino la tranquilidad del dirigente. Nunca había entendido la biblioteca como “la china en el zapato”. Tal vez no sea demasiado tarde.
De donde no hay no se puede sacar. Ya sabes, pedagogía, hoja de reclamaciones en el mostrador de la biblio y lectores/usuarios/as a las barricadas